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domingo, 5 de octubre de 2014
jueves, 8 de mayo de 2014
Capítulo VII -Las tejedoras de destinos-
El anciano tenía todo el tiempo
vivido haciendo huellas en su rostro. Las marcas del tiempo, implacable, hundían
unos surcos en su cara que parecían no tener fin. Como si fueran dos brillosas
confluencias, brillosos los ojos aparecían oscuros detrás de los pesados
párpados. Ayudado de báculo se adentró por el sendero boscoso hasta llegar a la
entrada de la caverna, que se disimulaba entre frondosos vegetales.
El aire estaba pesado. El calor
de la tarde no se percataba de un ocaso, que se insinuaba en el sol apresurado
de encontrar su cama en la tierra.
El hombre se detuvo. Con las dos
manos en el báculo, repaso sus pensamientos. Inclinó la cabeza. ¿Estaría orando
antes de entrar? Luego meneo un poco la cabeza a cada lado. Vacilaba a cada
paso. Lento. Despacio sus pies iban avanzando de a poco, hasta que quedó
devorado por la caverna. Unos candiles de aceite iluminaban tímidamente. Unas mujeres
harapientas se paseaban como llevada por urgencias fantasmales. Fómites,
susurros, ruidos de cacharros. Algún grito agudo. El sendero estaba franco. Se paseaban por allí
algunos pájaros negros, tenebrosos.
Finalmente sobre una roca más
alta estaba allí, la presencia pura de Shiva, también nombrada como la
tejedora. Una vieja leyenda la establece como una divinidad que posee el tercer
ojo y 2 pares de brazos. Y una suerte de atributos que la acompañan a los que le
asignan distintos significados.
El hombre llegó al pie de la
piedra y se prosterno, pronunció una oración murmurada, mientras hacía una
honda reverencia. Luego su voz invadió bruscamente el silencio.
-Shiva, vengo a ti inmerso en
profunda angustia. Los médicos me han dicho que padezco mortal enfermedad de
inevitable y ominoso final. Hablaba entre quejidos. La voz se le atragantaba
entre palabra y palabra.Luego continuó:
-Moriré lejos de mi tierra, mis seres amados, mis atardeceres y mis dioses. A polvo me convertiré y en recuerdos que no convocarán me transformaré. Y pronto, muy pronto, seré sólo olvido, sólo sombra. Efímera hojarasca de la naturaleza transformada.
Vengo a ti en suplica, en busca de respuesta. Mis pies y mi destino, me llevaron por el mundo y ahora me encuentro aquí en tiempos que desconozco, por tierra de extraños, sin tener certeza de nada, excepto de mi muerte que se acerca veloz. Las iniquidades del dolor del cuerpo no me conturban y puedo comprender mi propio karma. Sin embargo necesito preguntarte. ¿Hay algún modo de que el sedal del tiempo se alargue lo suficiente como para poder llevar este cuerpo enfermo hasta mi tierra? ¿Qué sacrificio puedo ofrecerte? ¿Qué penitencia pasar? ¿Qué oración debo rezar? Hazme el bien de contestar, quisiera poder despedirme de ellos los que amo, de aquello que recuerdo, de los dioses que me inspiraron.
La presencia de Shiva se encendió entonces. Los tres ojos de párpados caídos están ahora en movimiento y dirigen una mirada aguda, penetrante, poderosa al anciano postrado.
Los brazos comienzan a moverse y ondulan a los lados del cuerpo. Se mueven a ritmo, se mueven serenamente. Piden permiso al aire y son en sí una completa armonía. Dos brazos se elevan, las manos de delicados dedos se extienden en el aire, hacia un arriba. Las manos por sobre la cabeza se reúnen por las palmas. Los ojos ahora están extasiados en el anciano. Los otros brazos están adelante, las manos sobre las piernas que tienen la posición de loto, con las palmas hacia arriba. Y entonces las manos bajan, suavemente, ondulando. La una toma la del otro lado y las superiores las inferiores. Lo dedos se recorren, uno a uno, suaves danzan entre sí. El ambiente está ahora más denso. El aire es más pesado. La luz es muy poca, a pesar de la que emana Shiva.
Ahora las cuatro manos se separan. Las dos de cada lado y una encima de la otra, comienzan otro movimiento. Se reúnen por las palmas, hasta que al fin las de arriba que están juntas dejan ver que va cayendo un cordón que tomarán las de abajo. Con una delicadeza extrema las de abajo, parecen cobijar aquel cordón, mientras le arrullan con su suave ondular. El tiempo parece detenido ahora, el cordón crece.
El anciano mira ahora los ojos que lo asedian y una mueca de sonrisa tímidamente se le asoma en las comisuras confusas de su arrugada boca.
El brillo se le contagia a la mirada. Y un halo de energía comienza a desprenderse del cuerpo. El anciano mira ahora las manos y el cordel que se le presenta de oro, de esperanza, de ruego.
En el tercer ojo de Shiva, una humedad blanca comienza a juntarse, hasta que desborda el dique del párpado único y como si fuera una estrella, entonces, una lágrima blanca se desprende, mojando el cordel tejido.
El anciano escucho entonces a Shiva, a pesar de un silencio infinito. Le hablaba sin voz, sin tono, sin silencio.
-En nada puedo ayudarte. Estas Lejos de tu tierra, de tus seres amados, de tus dioses. No lograrás despedirte. Estas muerto. Vete ya.
El hombre se puso de pie. Se apoyó en el báculo con las dos manos. La frente se posó sobre las manos. Luego lentamente, comenzó a caminar. Sin dolor, sin queja, sin llanto.
domingo, 10 de noviembre de 2013
Me encontró la vida
Me encontró la vida.
Todas las noches, luego de apagar
la luz. Todas las mañanas, en cuanto
abría los ojos, antes de levantarse. Ensayaba una oración. Era su momento de reflexión.
Una especie de apertura de comunicación con el universo y el Dios en el que él creía.
Sus rezos tenían un momento que repetía
casi de memoria. Desde siempre. Los hacía de manera automática, rítmica. Un mantra
que siempre lo acompañaba. Sin embargo, era al final de ésos rezos, que abría
una conversación de espíritu. Solitaria. Serena, cuando podía. En ella recorría
sus intereses. Aquello que le inquietaba el ánimo. Aquello que le sobrecogía y
lo llevaba al sueño o al día tomado por alguna preocupación. Esperanzado a la
noche con un “se va a arreglar. Al final todo se arregla”. Levantándose
pensando “que termine hoy. Que se acomode”. En esos repasos, era puntilloso en
agradecer. Agradecía el día pasado, el día por venir. Se sentía privilegiado,
por cuanto le había tocado. Agradecía su salud. El bienestar de aquellos que
amaba, de los otros. Pedía prosperidad para todos. Celebraba poder elegir que comer, con que vestirse,
el techo sobe su cabeza y sobre sus seres queridos. Cuando tenía un pendiente
convocaba a la luz, para que ilumine su corazón torvo y el de quien le
interpretaba una conducta injusta.
No era particularmente dañoso, ni
bueno, ni justo. Sin embargo, se otorgaba ese tiempo de encuentro espiritual.
Muchas veces se preguntó si aquello era una cuestión de educación, o estaba en él
desde antes. Venía de una familia que no tenía ritos religiosos. Sin embargo
esa conducta en él era tan antigua, que le costaba encontrar donde se instaló, cuando fue su primera vez.
Si llegaba demasiado cansado, por
un largo día, probablemente marcharía al mundo de los sueños, en medio del
rezo, ya que el cansancio no era una buena razón para no realizar aquel rito.
Si se levantaba apremiado, o tomado por un tema sensible y se debía acicalar
con prisa, para no perder atención, cuando terminaba y viajaba a sus tareas,
entonces, retomaba aquel rito.
Cierto día, luego de una vez más
llevar adelante sus oraciones, como siempre se levantó. Puso a hacer el café. El tiempo del baño, de
asearse era el tiempo para que el café estuviera listo. La casa estaba en total
silencio. Era muy temprano, como siempre en la semana. Todos dormían. Se paró
frente al lavabo. Abrió la canilla, inclinó un poco la cara, para con el agua a
la temperatura adecuada, le tocara el rostro llevada por sus dos manos, como
siempre lo hacía. Luego levantó la cabeza. En el espejo, como si fuera de niebla
observó una figura. Su propia figura. Se
le hizo extraño aquello. No podía explicárselo, pero él se veía diferente
aquella mañana. De todas maneras, tomo la toalla, se secó la cara con la
toalla. Al darse vuelta para colgar nuevamente la toalla, reparó en la mampara
de la ducha y vio una figura. Esto era raro. Nadie se había bañado, no hacía
frio esa mañana. Curioso, la atención sobre la figura lo inquietó. Con la toalla,
repasó la mampara. Pero nada pasaba. Insistía con más energía.
De pronto escuchó.
-
Déjalo. No es la mampara.
Se alarmó aún más. Inquieto se
dio vuelta recorriendo todo el baño. Un sentimiento de intranquilidad le
dividió todo el cuerpo. La respiración
se le aceleró. Desistió de eliminar aquella figura. Colgó la toalla y se paró
nuevamente frente al lavabo, para retomar su rutina. Se explicó aquello convenciéndose
a sí mismo de que era una ilusión acústica y que probablemente se le presentó,
mientras estaba distraído, un pensamiento vívido. Se enjuagó las manos y cuando
dirigió la mirada al espejo escuchó nuevamente.
-
Tenemos que hablar.
Se dio vuelta con cierta alarma. Nada
vio. Se tranquilizó. No había nada. Debe de haber sido un pensamiento. Cuando volvió al rostro al espejo, allí
estaba la figura.
-
Quiero invitarte a una conversación. Hay cosas
que me debes.
-
Yo nada te debo. ¿Quién eres? Estoy volviéndome loco!!
-
No estás loco y si hay cosas que me debes.
Ahora su respiración es jadeante.
Está aterrado, mirando la mampara. Hablando, contra ella, pero convencido de
que dialogaba consigo mismo.
-
Yo soy lo Vivo que habita la vida. Soy lo que
subyace a cuanto hay en el universo. Soy todas las cosas a las que llamas
vida. Soy eso que construyes. Lo que
dejas para mañana y lo que nombras cuando dices ayer. Soy también, quien recoge
tus lágrimas, lo que habita en tu corazón. En mi está lo que nombras como
muerte, cuando alguien se transforma. Soy el agua cayendo, regando los campos.
Soy la sequía en donde crecen los escorpiones. También me convocas, cuando te
conmueves por la sonrisa de un niño. Estoy desde siempre, por cuanto no fue
posible crear un universo, sin mí. Nada existió antes y lo creado que no me
contiene, entonces no es.
Atormentado se lavó nuevamente la
cara. Ahora torpemente, agresivo. En vez de lavar parecían cachetadas
intentando apagar las palabras escuchadas. La voz. La inquietud.
-
Me has forzado a presentarme ante ti. Cada
noche, cada mañana, me nombras y se te escucha agradecido. Debo reconocer que
además me agradan tus formas. Eres un ser correcto, dedicado, amoroso. Trabajas
y tiendes al bien. De manera, que me resulta difícil no escucharte. Pero en el
seno de tu corazón encuentro en ti que en la lógica de las armonías, el
artilugio de la humanidad, parece que has llevado tu vida a un punto que no te
debo nada, que nada me debes. Aquí es donde no te encuentro razón. Aquí es
donde cada día es para mí la oportunidad de que me des aquello que me debes.
Sin embargo, vienes repitiendo siempre lo mismo. Eres agradecido. Te sientes
bendecido de la vida. Pero no has tocado entonces, lo que espero de ti.
-
A que te refieres. Si no he hecho más, pues será
que no he podido. Frente al dilema, intenté pararme del lado del bien. Mis
buenos precios me ha costado, pero lo prefiero. He sido honesto, manso. Traté
de no guardar rencor. No he dejado crecer en mí el odio, cuando las pasiones se
me apoderan, denodados esfuerzos realizo para no dejar reverdecer lo agrio, lo
oscuro.
-
Nada tengo para decirte. Cuanto dices es verdad.
Todo está bien, pero es incompleto y mucho me temo que ahora ya no podrás líbrate
de lo que he venido a decirte.
-
Habla pues. Di lo que tengas que decir, pero
déjame en paz. Te escucharé y te iras como has llegado.
-
Estoy de acuerdo. Vine a decirte que me debes
cosas. Tu misión en la tierra y como ustedes nombran a la vida, estas a mano.
Nada más debes hacer. Pero para poder completarlo, ahora debes crecer y hacer
más.
-
Trabajo todos los días. Soy generoso. Mis ojos
son transparentes. Los dobleces en mí, son recursos que a nadie dañan. Soy pudoroso
y no los dejo ver.
-
Ya cállate. Me debes la alegría. Me debes la
celebración. Me debes el alivio. A mí no me basta contento. Alegría lo es si es
con otros. Si contagia. Serenidad es paz
a compartir. Crearla y ofrecerla. De que vale agradecer, si lo haces
silenciosamente por las noches. Agradecer es a otros, los que te lo hacen
posible. Optimismo es formar parte de la vida de otro, llevándolo por ese
camino. Esperanza, es mostrar no tus logros, sino las trampas que te puso tu
corazón. Te nombras manso, pero quiero informarte que eso no es humildad. Te
empeñas en honrar la vida. Me floreas y hablas de mis promesas. Pero cuando te
escucho me generas tristeza. Me ves todo el tiempo, logras tocar mis objetos y
luego… Luego haces lo que hacen todos. Me niegas, transformándome en horribles síntesis
de una vida quieta, fija. Muerta. De modo que ahora tendrás más tiempo, para honrar
realmente lo más bello de mí. Lo que has de honrar para estar en mi universo.
No hables de mí ya nunca más, si vas a hacerlo de lo muerto en mí. Yo soy
acción y alma crecida en ese movimiento.
-
Es que no te comprendo.
-
Ya entenderás…pero si no lo haces, entonces, vendré nuevamente a
visitarte.
El silencio se
hizo inmenso. Ahora el hombre se toma la cara. Las lágrimas le empapan las
manos apretadas. La mampara tomó ese aspecto conocido. La figura ha desaparecido.
El piensa: “Padre nuestro, que estás en los cielos…”
miércoles, 23 de octubre de 2013
Capítulo VI: Los Malditos y el Tiempo
Así la muerte en su espanto y
odio, pasaba largo tiempo tratando de encontrar estrategias para eliminar a la
luz.
Consultó a los magos, las sacerdotisas sin éxito. Desconsolada
convocó a Mortum, el rey de las
enfermedades, que tenía en sus dominios, la potencia de desencadenar cualquier
enfermedad conocida e incluso provocar otras, a su sólo albedrío. Él le explicó
que aunque extendiera su propio arte más allá de lo conocido, nada podría hacer
con una hija del Padre y que lo que terminaría con ella, no podría ser el
resultado de una obra suya.
-
A mí me fueron dadas las infecciones, los
tumores y los males de los humores. Puedo hacer uno y el otro, ambos o
combinaciones que exigen mi creatividad. Pero sé por otros hijos de Él, que
nada que haga yo puede con ellos.
Mortum, era viejo, de aspecto
desagradable, entre llagas y supuraciones, asomaban unos ojos apagados, entre
lagañas resecas y pestilentes. A los dedos les faltaban falanges, estaba
tullido, anquilosado y tenía unos horribles espasmos indoloros, que
interrumpían cualquier actividad que llevara adelante. Él lo tomaba con
naturalidad, como si estuviera con él desde siempre. Un abdomen globuloso que
ascendía por encima de los pulmones, le provocaban una respiración corta,
superficial y muy acelerada. Sus orines se acumulaban en un charco a su
alrededor y una nube pestilente de tábanos y moscas los seguía a todos lados.
El hedor delante y detrás hacía una estela imposible de no reconocer.
Oscuridad, apenada por cuanto
había escuchado se retiró a llorar donde nadie pudiera verla. Hasta que entre
sollozo y sollozo, advirtió frente a ella a Tiempo, que jugaba con dos bolitas
de polvo, que tocaban por encima y debajo de su brazo extendido. Notable era
como mantenía el ritmo y un tic-tac acompañaba todo el movimiento, toda la
presencia.
-
¿qué te atribula, Oscuridad? Pregunto Tiempo.
-
No logro dar con lo que necesito.
-
¿Habrás buscado bien? ¿Te has fijado en todos tus escondites?
-
En todo el universo, parece no tener lugar algo
que me permita retomar mi sosiego.
-
¿Qué puede perturbarte tanto que la cura no esté
disponible en el vasto universo que Él ha hecho para nosotros?
-
Es la hija bastarda de Él, quien ha perturbado
mi paz.
-
¿Te refieres a Luz?
-
Sí. Aquí y ahora necesitaría todo el poder de
Él, para aniquilarle
Tiempo, se quedó meditando. Luego
como si le hubiera caído una idea le dijo:
-
Es que a lo mejor te equivocas. Sencillamente
déjate ayudar y entre mucho, quizá logres, lo que sola no puedes.
-
¿A qué te refieres?
-
Convoca a un ejército. Pon en él a todos tus
aliados y prepara una guerra. Dispérsalos por mis territorios. Todo a lo largo
y a lo ancho de mi espacio. Incluso en los dobleces. Esconde tus aliados y
prepara cada una de todas las batallas que fueran necesarias. Mis territorios
se expanden a tierras de Futuro, con lo cual, incluso allí puedes infiltrar a
tus guerreros. Y puedes remontarme hacia atrás, si te place, para poner allí también
oprobios.
-
¿De qué me serviría? He consultado a todos los
que aquí habitamos y nadie dice que pueda con ella.
-
Pero no has hablado con todos ellos juntos, ni
has preparado batalla con todas sus fuerzas, ni te has esmerado en mi dominio
en tierras de Pasado, ni quieres contar con que de seguro venceré a Futuro.
Permíteme mostrarte un juego que hago con algunos, a los que me mandan tocar.
En el espacio
oscuro y siniestro hay ahora una imagen de unos hombres. Todos fatigados, exhaustos
de trabajos penosos y repetidos y luego, otros diferentes. Corrían sin
descanso, cuando habían terminado de tallar un madero se desaparecía, sin
detenerse siquiera, sorprendidos del prodigio, tomaban otro y comenzaban
nuevamente la tarea y tan pronto terminaban un ánfora en metal, entonces
desaparecía. AL final del día al acostarse, a descansar tenía sueños
vertiginosos, dormían inquietos, sin lograr descanso, giraban para un lado y el
otro y finalmente, cuando habían logrado quedarse en reposo pleno, los
interrumpía una urgencia inexistente y se levantaban inquietos, ansiosos. Preocupados
emprendían nuevamente las faenas de ese día y malograban todas sus obras, las
que terminaban por ser pueriles, efímeras, inexistentes. No podían detenerse.
Cerca de ellos
había otros. Cantaban. Trabajaban a gusto, con ritmo, pero sin apuro.
Charloteaban mientras modelaban, cortaban, pulían y luego de terminar,
contemplaban sus obras, sus logros. Después de quedar al tanto de cada detalle
de lo hecho, de la obra terminada, entonces, se dirigían a los otros. Les pedían
opinión, compartían experiencias hacían chistes y compartían vino y comida en
largas conversaciones, sin puerto de salida o de llegada. Conversaciones por el
gusto de conversar, por el gusto de compartir. Eran hombres y mujeres felices
compartiendo lo hecho y esos objetos, terminaban por ser puentes para conocer a
otros y luego podían tenerlos cuanto quisieran y deshacerse de ellos a placer,
para dar lugar a una cosa nueva, renovadora y convocante a desafíos y promesas
de nuevas conversaciones ampliadoras de mundos. Ellos estaban donde debían
estar, contando con todo la dimensión de Tiempo, felices. Plenos. La imagen
desapareció.
Oscuridad
absorta. Rompió el silencio y dijo. Voy a tomar tu propuesta. Armaré un
ejército y lo llamaré “Los Malditos”. Serán mis soldados para asolar en todo
tiempo a Luz. Hasta el final. Hasta verla morir.
jueves, 3 de octubre de 2013
Capítulo V: El Libro de Dios
A.
En algún lugar de la guajira
colombiana, un indígena le explica al explorador banco que bajó de las carabelas que en algún lugar de la
tierra hay un libro, que Dios le obsequió al hombre, para que lo ayude a
escribir los diferentes capítulos del libro de la existencia toda. Tratando de
hacerse entender, el indio recurrió a palabras incomprensibles para los hombres
que bajaron de los tres barcos, por eso comenzó
a dibujar extenuado en preguntas de si eran aquellos hombres los hombres
encargados de escribir en aquel libro. Lejos de comprender, los hombres se
mofaron y se esforzaron en copiar los gestos, intentando seguir la narración
incomprensible. Luego, la conversación se fue perdiendo en otros asuntos. Los
descubridores siguieron en sus afanes.
Un marinero, dejó asentado en su
diario personal, que los salvajes interpretaban las deidades como algo
terrenal, que había un libro, pero entendió mal y pensaba que el libro lo
tenían los salvajes en su poder y por alguna razón no querían exhibirlo.
De regreso en un bar contó la
historia a los parroquianos que estaban bebiendo con él. Uno de ellos prestó
atención a la historia. Tapados de alcohol, durmieron en el patio interno de la
taberna.
A la mañana, el viajero fue
despertado bruscamente por un monje que le interpeló sobre el libro de Dios. Al
viajero le costó conectarse y reconocer donde se encontraba; luego de incorporarse relató nuevamente la
historia al monje.
El monje le dijo que era
imposible que él conociera esa historia, que el libro de Dios era una leyenda
que venía de oriente y que de ninguna manera era posible que un salvaje de las
indias tuviera si quiera noción de aquel libro.
El marinero le pidió detalles al
monje, por cuanto lo que él había captado del salvaje, se le hacía inverosímil.
El monje le explicó, que había una leyenda que provenía de oriente, que daba cuenta de un libro sagrado, que Dios, dejó en la tierra. El libro representaba la potestad de Dios sobre el universo, y la participación del hombre en la creación, como su hijo, su obra y su colaborador para perpetuar en el tiempo, el significado de su nombre, y el destino del universo. El libro era la prueba y el elemento de comunión con el Dios vivo, el Dios que creó al hombre y que una vez creado, debía ofrecerle a Dios ayuda, para escribir todo cuanto trae el futuro, y todo cuanto haya que depositar en el pasado. Es la expresión atemporal de lo humano del hombre, para que Dios tenga lo que le falta, por cuanto al concederle al hombre el albedrío a Él también le falta saber aún que le depara el universo, una vez que los hombres, comenzaran a actuar y dejar su rasgo en el universo todo.
El marinero miró al monje
desconcertado. No podía entender ni siquiera el razonamiento del monje. Todo le
parecía una locura. Cuando el monje hizo silencio, se restregó los ojos, se
tiró al piso y refunfuñando se quejó:
–He estado soñando- me tengo que cuidar y no
tomar tanto, me pareció que hablaba con un monje aquella historia del salvaje y
me decía que era cierto. Imposible. Todo es un sueño.
B.
La niebla estaba ese otoño,
particularmente densa en Londres. Los ingleses no tienen ya una particular
sensibilidad para este fenómeno. La niebla, los días de cielos encapotados, las
lluvias finitas y constantes son tan habituales que se les hace natural,
normal.
Lo noche cae despacio y se mezcla
con ese gris que se va transformando lentamente en oscuro, hasta llegar al
negro.
Los faroles de combustible
comienzan a ofrecer su brillo amarillo, acercando algo de luz, pero cerca, como
un hálito amarillento que la niebla no deja avanzar entre las calles.
El ruido de los cascos de los
caballos herrados, la ruedas girando sobre las empedradas calles, todo da ese
clima de nostalgia de presente al que se le mete todo el tiempo el pasado.
Los caballeros caminan con sus
sombreros de copa, las damas debajo de sus paraguas. Es increíble que no se
apuren, que vayan como cualquier día. Será que son así todos los días?
Algunos de ellos toman el borde
del Támesis. Caminan por una calle que se pierde bajo las arcadas de un puente.
Caballeros adustos, silenciosos, de paso firme. Adentro lejos de la calle, hay
un lugar donde unos caballos permanecen a la espera de sus dueños. Más adentro y de costado en un lugar que
parece el fin de la muralla, hay una puerta. Mezquina, de madera, de aspecto
viejo, raído. Da la impresión de que no la abren nunca. Como si hubieran
pasados siglos sin que la tocaran. Un hombre se acerca. Camina hasta la puerta,
mira para todos lados. Esta oscuro, a
tientas logra dar con una lámpara que está al costado de la puerta. La enciende.
Mueve el pañuelo de seda del cuello y hurguetea para dar con una cadena gruesa.
Se saca la cadena pasando por encima de la cabeza. Al final de la cadena el
peso de un objeto con la forma de una cruz, pero con extrañas terminaciones en
los extremos bailotea hasta que la detiene con la otra mano. Mete la cruz en un
orifico debajo de la aldaba. No parece el agujero de una cerradura, parece una
marca de tiempo en la derruida madera. Gira la llave, para un lado, para el
otro y la baja con fuerza. Acciona ahora el picaporte, que le permite mover la
puerta. El rechinar de los goznes inquieta a los caballos, como si el ruido
agudo fuera demasiado para sus orejas. Pasa la puerta y toma otra lámpara, la
enciende apaga la otra y la deja en el mismo lugar donde la encontró. Cierra la
puerta y se prosterna. Se persigna y reza en voz baja. Apenas mueve los labios
rítmicamente. Debajo de una aparatosa capa aparecen sus ropas. Mientras cuelga
la capa en un lugar donde hay otras tantas, la luz deja ver una túnica amplia y
unos símbolos dorados, bordados prolijamente con sumo cuidado, con mucha
paciencia, lo que es obvio por la majestad de los símbolos, la belleza del
brillo, la prolijidad de cada contorno, cada relieve. Caprichosas formas
trabajadas.
Ahora con la luz camina por el
pasillo, lentamente. Se nota que conoce el camino de memoria, se nota que su
cuerpo conoce esos pasillos estrechos, de techos bajos, de paredes talladas en
piedra, sudadas.
Luego de bastante andar, el
pasillo sale a una gran sala. El techo abovedado ahora está alejado, se pierde
en unas alturas, que parecen imposibles. En el centro de piedra pulida y blanca
un altar redondo. Un fino mantel de lino blanco, con puntillas lo cubre tímidamente,
sin poder opacar todo su porte. Unos
candelabros de oro, un cáliz, un pesado libro. Enorme, de tapas de cuero, de
hojas gruesas de color amarillo. El hombre se acerca sin hacer ruido. Camina ahora
suavemente, como si cada paso fuera indispensable, el último de su vida. Sin embargo
el cuerpo se ve ligero, como si flotara en el aire denso. Tomará su posición en el círculo, el que
forman todos los demás alrededor del altar. Ahora está completo. Todos los
demás, los once, se encuentran rezando en silencio. La cabeza baja, las manos
con las palmas hacia arriba, con una rodilla en el suelo. Los pies descalzos. Todos
moverán los ojos, pero no moverán otra parte de su cuerpo. Luego, como si lo
hubieran estado esperando, sin gesto, ni palabra, el silencio será golpeado
bruscamente. Ahora la oración es en voz alta, es la misma y la dicen los doce.
Las manos comienzan a sudar, las gotas
caen por el dorso de las manos al piso. Todos comienzan a exhibir un camino de
sangre que brota desde las sienes recorriendo las caras y cayendo sobe las
impecables ropas. Del libro comienzan a escucharse crujidos. De entre las ropas
sacarán una pluma todos a la vez, todos la misma pluma. Suavemente, a pesar de
que los rostros muestran dolor, llevaran la punta de las plumas a las gotas de
sangre. Y luego comenzaran a escribir en el aire, con delicados giros, letra
por letra, prolijamente. Las palabras quedan suspendidas, en el rojo brillante,
de lo escrito se refleja la luz. Ahora las palabras comienzan a moverse por el
aire y se encaminan las de cada uno hacia el libro. Las hojas las reciben y el
ambiente se llena de olor a rosas. El aire denso ahora es liviano, renovado. Es
imposible que esas lámparas miserables, puedan dar tanta luz, de tanta
intensidad, de hermoso brillo. Ahora hay música, indescriptible de regocijos de
alegría de gozo.
Mientras tanto las palabras
siguen su marcha, cuando llegan al libro, recorren sus páginas, como si cada
palabra estuviera buscando su lugar, luego se recuestan en su sitio, dejan una
sombra y comienzan a elevarse, perdiéndose en perfecto orden por la cúpula
imposible.
Todo el rito dura poco,
relativamente poco. Termina de manera abrupta. Reina entonces un silencio
profundo y sin angustia. Sin el menor gesto, los monjes guardan sus plumas, se
lavarán las manos y los pies con el agua de unos cántaros y en silencio se
retirarán uno a uno.
viernes, 6 de septiembre de 2013
Por suerte: “…Saber olvidar, es también tener memoria…”
Para poder hablar de gente, tendremos necesariamente que
hablar de personas. Personas como individuos. Personas singulares, solitarias,
que andan por el mundo con sus bagajes, con sus historias y sus biografías. La
palabra solitarias, bagajes, no tienen para este análisis connotaciones
negativas, pero las personas son seres indivisibles, singulares, irrepetibles,
diversas. Los seres humanos poseen una historia, una biografía, insignificante
para el concierto del universo, formado por siete mil millones de personas,
cada una con su historia, con su biografía. De hecho por muy esforzados que
seamos, por capaces que fuéramos de ser y estar atentos sólo lograríamos
conocer a lo largo de una vida a muy pocas personas, aun cuando fueran íntimas,
cercanas, próximas.
Cuando uno conversa con otro y se inaugura un espacio de
intercambio, las personas, comienzan de a poco a histografiar su existencia.
Van dando información sobre su biografía de a lunares. Una persona, en
cualquier momento que la encontráramos, es ya un ser histórico. Esa historia
comienza desde el instante mismo de la concepción. Allí comienza su memoria. A
partir de allí, estará en el mundo haciendo los instantes, que rápidamente se
irán a ubicar a su pasado, por cuanto el tiempo en su afán indetenible, pone
todo el tiempo la existencia en un pasado. Ese pasado, lo que ya no está y aun
así ocurrió, incluso hace muy poco, se apila con lo que la memoria toma,
que es lo esencial y aparece entonces el
concepto de remembranza. Vivimos en ese intermedio. El aquí y ahora que lucha
contra dos entidades inexistentes, pero de un peso insoslayable. Vagamos por el
mundo jalados por una entidad efímera y relativa que es el pasado, siempre
corriendo, siempre arrebatándolo todo. Todo se transformará en memoria y sin
decirnos, sin advertirnos, sin siquiera conocerlo, nos veremos forzados a que
sea ella la que dicte qué es lo esencial y retirará incluso más allá de
cualquier vocación, de cualquier intención de nuestra parte todo lo que no considere
esencial. Es como si la memoria tuviera a pesar de su aparente inmovilidad, una
vida propia en la que acomete este ejercicio de manera incesante. Es decir que
lo que en apariencia recordamos, ni siquiera nos pertenece en términos de
recuerdo, por cuanto la memoria ejerce una acción sobre lo pasado,
transformando el recuerdo en remembranza, la que aún luego de ser convocada,
nombrada, puede volver a ser afectada. Así el pasado es paradójicamente mucho
más móvil, vivo, dinámico y heterogéneo de lo que podamos imaginar. Debemos
destacar a este punto que la única forma de poder hacer memoria, de construir
un pasado para nosotros, depende de la dimensión antagónica en apariencia de la
memoria. Me refiero al olvido. La memoria para poder construir para poder
otorgar entidad tiene que olvidar. Pero no como salto, como omisión, como
tergiversación. La memoria hace paciente y ejercitadamente olvido.
El hombre vive de los recuerdos, sin embargo, estos intentos
de fijarlos, aprehenderlos, de narrarlos, no hacen más que poner en continuo
una acción indispensable para el hombre: construir, histografiar su existencia,
tratando de ir otorgando sentido, resignificando, sólo para poder soportar eso
que somos: seres indescifrables, signos. Los objetos del juego sinfín del
universo: la incertidumbre. Esa incertidumbre vacía, profunda, inmensa e
insalvable: ¿qué somos, que estamos haciendo aquí, que hay después de nosotros
mismos? A la que para contrastar debiéramos sumarle la única certeza
disponible. Nadie conoce qué le depara la vida en sus azares. Sin embargo y
aunque tardemos en comprenderlo, hay un momento del tiempo vital en que tomamos
conciencia de que vamos a morir. Irremediablemente. Y así, desde el instante de
la concepción, conjunto pequeñito de células diminutas reunidas, vamos
transitando el camino de ida a la muerte. Ese espacio de tiempo desde la
concepción hasta la muerte, lo denominamos vida.
Y resulta curioso que en ese intermedio cargado de
dramatismo, por cuanto es un tránsito a la muerte de toda población viviente,
de unos niños que son cuidados y protegidos, arropados para el viaje, ese intermedio sea expresión de lo mejor del hombre, lo más
humano, lo que está condenado a ser revelado y por tanto bello, refiriéndonos a
que la belleza está en la verdad de su esencia y si es de su esencia es bello;
Así lo humano deja ver de a trazos, algunas veces diminutos, otras gruesos, lo
humano del hombre, lo referido a la belleza de su esencia y entonces lo
verdaderamente humano, ese derrotero a la muerte, termina por ser con alegría,
con plenitud, con celebración. Es todo un tránsito, toda una vida, todas las
vidas para poder rozar la belleza de la verdad esencial de la raza humana. Así,
es como la vida entonces, vale las penas que nos depara. Así la vida cobra
sentido, a pesar de su final conocido. Así la vida es una experiencia, que
tenemos el privilegio de gozar, sobre toda otra especie que habita la tierra.
Somos los que tienen la fortuna de recorrer el camino y algo
no dicho a nosotros, que forma parte de nuestra esencia en su estado más puro y sin embargo no revelada a nuestra consciencia, nos inspira a esa alegría, transformada entonces en arte,
creatividad, sonrisa, metáfora para regocijo de los que
fueron y los que vendrán: Humanos.
sábado, 31 de agosto de 2013
Capítulo IV: El zurrón de los sueños
Las montañas negras se extienden al norte. Crecen de una
vegetación tupida y verde, que les hace de suelo. Sus bases van escapando del
reverdecido suelo de muchos tonos y va mutando desde el azul tornasolado hasta el negro. En la
medida que asciende con bordes filosos y acantilados muy pronunciados se
angosta y gana altura. Tanta, qué finalmente la cima queda invisible por una
nieve blanca que se confunde con unas nubes para siempre.
Las mujeres trabajan formando círculos, algunos más
grandes, otros más pequeños. Allí se encuentran suspendidas en el aire. Entonan
un modesto himno entre susurros. Sus afinados movimientos dan curiosa
coreografía al conjunto. Sus largos vestidos tapaban los pies desnudos. Las
mujeres con unas caras de rasgos afinados, ojos claros, cabellos lisos, largos, blancos, llovidos sobre los hombros desnudos.
Levantarán ambas manos por encima de su hombro derecho, las extenderán un poco, las juntarán por los dorsos, las mirarán un poco y mezclados entre risas y sollozos, juntarán las palmas y con delicadeza y ternura las bajarán suavemente, para depositar su contenido en un zurrón que llevan del lado izquierdo en la cintura.
Así lo harán incansablemente, una y otra vez. Para cuándo terminan de completar el zurrón, se acercará una joven esbelta, bañada de ropas plata con una corona que tiene un corazón de remate y unas estrellas diamantinas a su alrededor.
Tomará todas las bolsas de las cinturas, haciendo la vuelta por dentro de las mujeres y girando hacia la izquierda. De las damas tomará el zurrón y para cuando lo hubiera deslizado suavemente hacia abajo, quedara uno vacío para que las damas puedan seguir con sus labores. Al terminar cada círculo unos coloridos colibríes con gracioso vuelo, tomarán de la mano de la dama de plata cada bolsa. Partirán en una extensa fila ordenada, cada uno con su zurrón, cada uno detrás del anterior, cada uno siguiendo una estrella brillante, que supera en tamaño y belleza a las demás. Una fila interminable que se pierde en la noche suave.
Levantarán ambas manos por encima de su hombro derecho, las extenderán un poco, las juntarán por los dorsos, las mirarán un poco y mezclados entre risas y sollozos, juntarán las palmas y con delicadeza y ternura las bajarán suavemente, para depositar su contenido en un zurrón que llevan del lado izquierdo en la cintura.
Así lo harán incansablemente, una y otra vez. Para cuándo terminan de completar el zurrón, se acercará una joven esbelta, bañada de ropas plata con una corona que tiene un corazón de remate y unas estrellas diamantinas a su alrededor.
Tomará todas las bolsas de las cinturas, haciendo la vuelta por dentro de las mujeres y girando hacia la izquierda. De las damas tomará el zurrón y para cuando lo hubiera deslizado suavemente hacia abajo, quedara uno vacío para que las damas puedan seguir con sus labores. Al terminar cada círculo unos coloridos colibríes con gracioso vuelo, tomarán de la mano de la dama de plata cada bolsa. Partirán en una extensa fila ordenada, cada uno con su zurrón, cada uno detrás del anterior, cada uno siguiendo una estrella brillante, que supera en tamaño y belleza a las demás. Una fila interminable que se pierde en la noche suave.
Las mujeres de plata toman descansos alternativamente. Se reúnen
en un costado y conversan sin palabras.
-
Este
es un tiempo de tormentas, de sueños impasibles y complejos. Hacía tiempo que
no veía unos zurrones tan cargados de pesadillas, espantos, gritos y sollozos.
-
Es
cierto –replicó otra que descansaba con ella- hay en ellos gemidos,
desesperación, muerte.
-
En
la era nublada, que precedió a la etapa negra, los sueños eran parecidos –afirmo
una tercera.
-
Yo
he visto sueños vertiginosos, atemorizantes, sobresaltados, pero nunca tan crispados,
nunca he visto sueños tan intranquilizantes. Recuerdo la época del insomnio, el
tiempo la tierra sin descanso, todos los zurrones eran parecidos a éstos.
-
¿Te
refieres al tiempo cuando la gente por no soñar estos sueños tremendos, decidió
dejar de dormir, de descansar?
-
El
tiempo al que después llamaron “de la humanidad sin sueño, sin descanso” el tiempo
al que llamaron de la desesperanza.
Una joven, que parecía que hacía poco
realizaba la tarea de recoger zurrones, dijo con la voz trémula:
-
No
me angustiéis con vuestros relatos. Me han contado mis antepasados que fue una época
oscura y penosa, de lágrimas en los niños, de sonrisas ausentes. Un clima de
muerte y desolación. ¿Acaso estos zurrones anuncian nuevamente esta etapa?
Cerca de donde las mujeres formaban
los círculos y trabajaban, había un manantial del que surgía un agua dorada. Un
árbol dejaba caer su blanco follaje al espejo de agua que se insinuaba en uno
de los bordes. Allí un hombre y una mujer, vestidos de oro, sentados en el
piso, pasaban suavemente las palmas de las manos por la superficie del agua. No
pronunciaban palabra. Sólo se los veía mover las manos en círculos y vertir unas
lágrimas negras, que enturbiaban el agua.
-
Mira
a los maestros. Ellos están tristes y sus lágrimas de luz, son ahora negras. Nada
nos dicen, aunque sabemos perfectamente que los tiempos que se avecinan son
malos. La última vez que lloraron así, fue cuando sobrevino el gran colapso.
-
Pero
entonces estos mensajeros están llevando sueños de malos porvenires. ¿Hacia donde
se dirigen?
-
A
un lugar lejano, habitado por uno seres pequeños, pero delicados y amados por
los maestros.
-
¿Y
cómo se llama?
-
Lo
habitan los que fueron hechos de humus, los que fueron moldeados por Dios con
lo que allí había. Los que fueron obligados a saber de nosotros sólo mediante
la intuición. Les dicen humanos.
-
Pero
podríamos advertirles, las aves llevan mensajes penosos, sus tiempos por venir serán
oscuros.
-
No
se nos permite intervención alguna. Aquellas deben tomar los sueños de los
vapores del lago; nuestra misión es entregar los zurrones una vez completos. Las
aves las entregarán a quienes los tengan que soñar y ellos… ellos tendrán que
soportar lo que los sueños les digan.
El descanso ha terminado, se ponen
de pie y vuelven a recoger los sueños a
su turno. Se sentía la tristeza en el ambiente. Los tiempos por venir, lo
oscuro se avecinaba. Quedaban atrás esos sueños de luz que desbordaban los
zurrones, y las lágrimas brillantes de los maestros. Fuera lo quera que
sucedería no sería bueno. Todos lo sabían, y aun así, continuaban sus labores
en silencio.
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